La ambigua convivencia del arte en sociedad

David Morán
Septiembre 23, 2021
Adrian Melis, "Puntos de reposición", 2013.
Adrian Melis, "Puntos de reposición", 2013.

Uno de los recuerdos más gratos de mi infancia es el de las visitas que, cada domingo, organizaban mis padres a un museo capitalino –Madrid, tierra inhóspita para casi todo, es rica en salas de exposiciones. En ellas, asistía fascinado a aquellos objetos extraños –pintura, sobre todo– que parecían contar con vida propia y con la capacidad de teletransportarte muy lejos de la rutina. Gran parte de mi experiencia como espectador de arte se vincula con esa temprana impresión y con la incierta noción de la autonomía de la obra, que se desarrolló en mi cocorota en aquella época.
Sin embargo, a medida que uno refina la mirada y va alejándose de los años de formación, dicha idea de una obra angélica, ajena a las peripecias mundanas, se muestra incapaz de responder a determinadas cuestiones que le asaltan a uno en la soledad del cubo blanco. Al hilo de esto, he querido reunir cuatro anotaciones personales que ejemplifican bien la ambigua convivencia del arte en sociedad.

 

Mirar por un agujerito

Hablando, hace poco, con el pintor Jose Díaz, llegué a la conclusión de que su pintura podía codificar un discurso sobre la época en la que ha sido producida. Aunque el tema de dicha pintura no refleje nuestra época de manera explícita, me preguntaba si las actuales condiciones de producción del capitalismo simbólico, con su mecánica de acción-reacción repetida, en secuencias cada vez más breves, no invadía su técnica, su lenguaje y el procedimiento utilizado.
En general, hemos aprendido a leer la pintura abstracta como un lenguaje autónomo, más inclinado a las indagaciones filosóficas que al comentario político o social. Y, sin embargo, aquí tenemos a un pintor actual en cuya obra se percibe una ligera fractura –apenas un agujerito– en dicha autonomía. ¿Puede entonces verse algo a través de dicho agujerito, en ocasiones diminuto?

 

El incordio de la belleza

No cabe duda, lo que practica el cubano Adrian Melis es arte social en su acepción canónica. Sin embargo, en muchas de las composiciones de sus fotografías, en algunas de las notas con que prepara minuciosamente sus instalaciones e incluso en el ambiente de sus vídeos… ¿No encontramos una inquietante clave pictórica? Cuando la belleza se infiltra en instalaciones que denuncian los fallos de nuestra sociedad, sus injusticias e incoherencias, ésta aparece como un factor molesto.
En este sentido, no puedo evitar pensar en la honda impresión que siempre me produce la instalación Mar Negro, de Carlos Aires. La primera vez que me acerqué a ella, fue su belleza lo que llamó mi atención. Instantes más tarde, el parqué multicolor te horroriza y conmueve al descubrir su procedencia. Estética, discurso y proceso forman aquí una totalidad en la que las fronteras se difuminan.
Tanto Aires como Melis, crean dispositivos inteligentes que dejan a la audiencia en tierra de nadie. El espectador, abandonado al impulso de buscar la armonía en la obra, siente una inevitable culpabilidad cuando enfrenta la belleza formal con el conflicto descrito en dichas obras.

 

El espíritu del tiempo

¿Qué sucede durante el tiempo que separa a una obra de su espectador? ¿Se transforma una obra en arte social cuando la circunstancia histórica altera su lectura? Es algo que me pregunto siempre que contemplo las pinturas de Maruja Mallo previas a la Guerra Civil española. Esas cloacas y campanarios, verdaderos osarios en equilibro, se pueden considerar un extraño prólogo a la contienda y el horror posterior de un país muerto en vida durante los cuarenta años posteriores.

 

La imposible autonomía de la obra

En cualquier caso, es posible que el arte sea el mecanismo más efectivo para capturar, entender y procesar las inquietudes del presente. La manera idónea para encapsular un momento y un lugar, con sus tensiones, conflictos y contradicciones. Dispositivo sofisticado, el arte sería así siempre político, realista y relevante. Lo que no quiere decir que tenga por ello que ser militante. En mi opinión, una de las características de los grandes artistas es que son capaces de conectar con las corrientes psíquicas colectivas de su tiempo sin necesidad de abanderar nada.
El vínculo del artista con la sociedad es indudablemente complejo, problemático y sujeto a una enorme probabilidad de error pero creo que es en dicho vínculo donde reside la potencia de la práctica artística a la hora de explicar y cuestionar la sociedad que lo ve surgir y desarrollarse. Aunque reconocer esto suponga, en cierta medida, dejar atrás los hermosos días de la infancia.