Hacia nuevas institucionalidades. Notas para un museo de lo común

Patricia Sorroche
Diciembre 22, 2021
Marinella Senatore, "Remember the first time you saw your name", 2017.
Marinella Senatore, "Remember the first time you saw your name", 2017.

"La estrecha correspondencia que existe entre arte y poder ha motivado que, en ciertos sectores, se haya considerado el arte moderno y contemporáneo y a sus estructuras como expresiones culturales del capitalismo. Se asocia modernidad con un conjunto de prácticas institucionales burocratizadas, con una estructura predeterminada de las disciplinas y funciones sociales, así como de la colonización del mundo no europeo. De ello se deriva la siguiente conclusión necesaria: solo la cancelación de la modernidad podría traer consigo el fin del capitalismo."1

 

La institución de la modernidad, el museo moderno, se situó rápidamente en posiciones hegemónicas y de poder para anunciar y validar lo que era arte y lo que no, interpelando a un sujeto burgués, patriarcal y colonial. El museo se presentaba así como creador y legitimador de relatos únicos e instituyentes, designándose como un falso espacio democrático de acceso público a la cultura. Las prácticas artísticas que tenían lugar fuera de la institución no eran consideradas, y por lo tanto quedaban invalidadas y ocultas dentro del discurso hegemónico de la historiografía del arte. Boris Groys define el museo moderno desde una condición antropológica en donde "el museo moderno no es un lugar de la memoria porque los objetos que se coleccionan en él no se consideraban obras de arte antes de que fueran musealizados".2 Así es como el museo es considerado por primera vez un "sujeto" en él se visibilizan diferentes subjetividades a través de los dispositivos expositivos y de las colecciones. Esta subjetividad a la que el museo moderno apeló fue el inicio del museo-estado que se configuró en la posmodernidad. La institución posmoderna supuso un cambio de paradigma en la concepción del museo moderno. Benjamin Buchloch relataba esta nueva institución "como un dispositivo generador de valores estéticos, políticos, institucionales o incluso económicos y culturales".3


La condición del museo-estado fue in crescendo a partir de la década de los 80 cuando las instituciones culturales proliferaron por todo el mundo occidental. A ello se sumó un boom arquitectónico y especulativo de las mismas construcciones museística, que se encarnaron en los "grandes contenedores" del arte. La condición postfordista y secular de las sociedades capitalistas y neoliberales, que basaban sus éxitos en el carácter productivo de la sociedad, encontró su espacio en unas instituciones que replicaban exactamente estos modelos productivos, dominadas en su mayoría por un heteropatriarcado normativo y eurocéntrico. Las estructuras organizativas de las instituciones utilizaban los mismos lenguajes y códigos que el Estado y el capitalismo para referirse a las prácticas artísticas, relegando a la sociedad, al público y al sujeto a una "condición subalterna". Con el fin de abordar el acceso a la cultura desde una falsa democratización, el museo se apropió y desarticuló aquellos discursos y prácticas que ponían en cuestión el propio sistema del arte y la institución. De esta forma, el método de producción especular neoliberal parecía la única realidad posible donde situar el arte institucionalizado, reduciendolo a su carácter especulativo y de consumo, tal como apuntaba Baudrillard, y devolviéndolo a la concepción greenberiana donde el arte solo existe en su condición estética: anulando las posibilidades de transformación social y de revolución.


Resulta paradójico que el capitalismo y neoliberalismo se hayan apropiado de unas instituciones creadas como espacios sociales, posibilitadores de reflexión crítica y de posicionamientos disidentes, que cuestionen el presente y lleven al sujeto a una visión crítica de su propia contemporaneidad. Por lo que debiéramos cuestionarnos: ¿cómo sigue acogiendo la institución actual a los artistas y a sus prácticas? El arte contemporáneo intenta expresarse en términos políticos-sociales, en muchas ocasiones desde posiciones disidentes, migratorias, feministas o eco-sistémicas. Dado que seguimos anclados en unas instituciones que operan desde el capitalismo el domino de estas prácticas pasa por incorporarlas a los discursos de la institución, bajo premisas y normas establecidas por las estructuras de poder, y nunca desde los márgenes o interpelando a la propia institución y a su gobernanza tanto política como social. Así, a través de un sofisticado mecanismo mesiánico, la institución ejerce un poder sobre la propia práctica artística y su activación, relegando al espectador a "sujeto pasivo" de consumo y no como "sujeto político" con capacidad reflexiva.


De la misma manera, la alteridad y la otredad han sido incluidas dentro del espacio expositivo para visibilizar realidades sociales que están fuera de la cosmogonía eurocéntrica y que, como apunta Daniel Gasol, "prolongan la modernidad en torno al fenómeno de la industrialización eurocéntrica […] como proyecto iconográfico del mundo".4 Sin embargo, estas visualidades solo se han dado bajo las mismas premisas y activaciones que el resto de prácticas y siempre manteniendo su condición de otredad, por lo que vuelven a estar relegadas a su condición subalterna. La inclusión de estas prácticas en los espacios legitimados apacigua y valida las estructuras dominantes pero no valida una construcción colectiva de las realidades. Esta actitud responde a una voluntad posmoderna de inclusión que a efectos prácticos no cierra la brecha simbólica, aunque también real, entre la normatividad y la otredad. Acoger en la institución aquello que siempre ha sido excluido comporta un acto de compromiso para con el otro, pero también para con el "nosotros" del que habla Marina Garcés. Si apelamos a su concepto de "mundo común" éste no puede existir cuando se absorbe aquello que siempre ha sido liminar pero se sigue manteniendo su etiqueta de subalterno.


En esta diatriba opera el arte de nuestros días, donde cada vez son más los espacios de autogobernanza y autogestión que se crean y se sitúan fuera de los límites del museo. Dichos espacios huyen de las estructuras fijadas y se crean con una voluntad colectiva y social. Es aquí donde el arte se confiere en su condición entrópica, tal como argumentan Boris Groys5 o Jaime Vindel6, para entender el espacio de no-dominio del arte, y quizá aquel que sólo se confiere como un logro de la colectividad y que apunta a la necesidad constante de reflexión sobre la propia práctica artística, pues ésta se agota no sólo en su exposición sino en su propia cosmogonía, al igual que las sociedades.


Frente a la realidades latentes dentro de la institución-museo y la proliferación de los espacios no legitimados y legitimadores, se abre un debate en torno a la necesidad de entender la institución desde otros pensamientos que huyan de la condición capitalista del museo y lo confieran a un esfera de lo común y lo social. En el ensayo Un mundo común, Marina Garcés apela al "nosotros" frente al "yo" capitalista.7 Entendernos desde una relación de iguales, sistémica y relacional, nos confiere una posibilidad real de cambio. El arte, el público y los sujetos deben estar implicados en la propia práctica artística, así como en la institución cultural, entendiéndola como un todo compartido y afectado. Hablar de los afectos significa implicarse y afectarse, es decir, entendernos dentro de la institución museo como parte relatora y no como parte consumista.


El objetivo sería construir o imaginar ese "museo de los afectos" en que los sujetos pudieran desplazarse de la concepción individual, generada por el capitalismo para generar un "nosotros" plural y comunitario, que no sea el resultado de las individualidades sino de la co-implicación de todos, y que permita la interdependencia sin estigmatizarla. Deshacerse del metarrelato, y dar acceso a los diferentes espacios de la institución a aquellos que siempre han estado excluidos en su condición de subalternos o de alteridad, para situarnos en el mismo plano y sabernos como parte de un todo implicado, colectivo y social.

 

 

  1. BORJA-VILLEL, Manuel: Campos magnéticos. Escritos de arte y política. Arcadia: Barcelona, 2020.
  2. GROYS, Boris: La lógica de la colección y otros ensayos. Arcadia: Barcelona, 2021.
  3. BUCHLOH, Benjamin: Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del siglo XX. Akal: Madrid, 2004.
  4. GASOL, Daniel: Arte (in)útil. Sobre cómo el capitalismo desactiva la cultura. Rayo verde: Barcelona, 2021.
  5. GROYS, Boris. Op.cit.
  6. VINDEL, Jaime: Entropía, Capital y malestar. Una historia cultural. Comunismos por venir. Arcadia: Barcelona, 2019.
  7. GARCÉS, Marina: Un mundo común. Ediciones Bellaterra: Barcelona, 2013.